lunes, 4 de mayo de 2009

Allende venía de lejos

ADELANTO EDITORIAL El último Premio Internacional de Ensayo Jovellanos es la obra que el investigador, teólogo y filósofo Jesús Manuel Martínez (Moreda, 1942) ha dedicado a la figura de Salvador Allende, una biografía integral del carismático presidente chileno, que sirve además para reconstruir una parte crucial de la historia de Chile. EL COMERCIO avanza un extracto del primer capítulo de este libro que saca a la luz Ediciones Nobel.



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Valparaíso es de las ciudades del mundo que tienen nombre y leyenda propios, independientes de los Estados que, de forma a veces muy circunstancial, las administran. Ciudades marineras: Nápoles, Odessa, Marsella, Singapur. O San Francisco, su hermana gemela y más afortunada, a la que Valparaíso ayudó a hacer carrera en el norte mientras ella declinaba y se empobrecía. No importa, son ciudades que incluso avejentadas y decrépitas cautivan de forma misteriosa.
En 1908 Valparaíso es aún el puerto por donde la modernidad entra en Chile (el deporte, el baño, la puntualidad, el cemento, el telégrafo y la prensa, como enumera el porteño Joaquín Edwards Bello, y se olvida del cinematógrafo). Ciudad de vitalidad exuberante, tropical si no fuera por el azote sombrío de sus inviernos, se rehace a duras penas del violento terremoto que la había sacudido dos años antes. Todavía no se abre el canal de Panamá y, aunque los ferrocarriles que cruzan el istmo y el norte del continente le han quitado ya gran parte del tráfico de viajeros y mercancías entre el Atlántico y el Pacífico, sigue siendo la esperanza de los marinos que doblan el cabo de Hornos para ponerse en la oreja el pendiente que acredita la travesía, y el último respiro de los que se aprestan a zarpar rumbo a esos mares. Vicente Huidobro les dedicaba esta despedida:
-Buen viaje, un poco más lejos termina la Tierra.
Por aquí pasaron, y acrecentaron la leyenda, Francis Drake,
Charles Darwin, Pierre Loti, Flora Tristán. Los grandes de la literatura de aventuras no necesitaron tocar puerto para reclamar el fulgor de su nombre: Herman Melville, Julio Verne, Jack London, Edgard Rice Borrouhgs.
Rubén Darío llegó desde Nicaragua en 1886 y dos años más tarde, a los 21 de edad, publicó 'Azul' y abrió a la adormecida literatura hispánica el camino por donde discurriría en todo el siglo siguiente.
Darío y el Puerto «me ventilan el seso con oxígeno único», escribe el poeta Gonzalo Rojas. En aquel mundo ya globalizado por la navegación a vapor y el cable transatlántico, Valparaíso era unnodo importante del sistema mundial, y la proliferación de revistas y diarios (el primero de todos 'El Mercurio', fundado en 1827 por untipógrafo norteamericano y dos periodistas chilenos, decano mundial de la prensa diaria en castellano) facilitaba una circulación rápida y ágil de la información y las influencias culturales.
Era una ciudad de marineros y comerciantes y de aventureros extraviados, como el pintor angloamericano James McNeill Whistler.
Viajó desde Londres en 1866 con alguna promesa inconcreta de empleo militar en la guerra contra España, y llegó justo a tiempo para presenciar el bombardeo de Valparaíso por la escuadra española.
Las explosiones de los obuses y los fuegos que provocaron en la ciudad le inspiran una pintura de la noche incendiada y realiza allí mismo, además de varias vistas del puerto, el primero de los Nocturnos que le darían fama en Londres.
En 1908 era todavía, dice Ernesto Montenegro ('Memorias de un desmemoriado', 1969), «una ciudad afanosa y despreocupada donde se andaba rápido, se trabajaba y se bebía fuerte (...). Había en el puerto un fervor de cosmopolitismo, pasajeras visiones exóticas Allende venía de lejos, insinuaciones de aventuras en los mástiles de los veleros y en los humos que se perdían bajo el horizonte marino». El terremoto de 1906, gemelo del que asoló San Francisco en abril de ese año, con su secuela de incendios causados por las velas y los fuegos de cocina, aceleró el final de la capitalidad económica que disputaba a Santiago, capital política tan afrancesada como Valparaíso era anglófila.
Podía tener 200.000 habitantes y vivía del puerto y del comercio, incluido, por cierto, el comercio de la carne (algunos burdeles de la ciudad, como Los Siete Espejos, eran conocidos en todo el mundo marinero). Abogados, contables, aduaneros, médicos, periodistas, maestros, artesanos, marinos, militares, funcionarios, sin olvidar curas y monjas, formaban una clase media en ascenso. Los artesanos y los obreros se defendían en sus mutualidades y sus escuelas nocturnas de inspiración anarquista, pero había todavía un 40% de analfabetos y el número de nacimientos ilegítimos se acercaba a ese porcentaje.
Son tres ciudades en una: el puerto, un breve rellano (el Plan) y el anfiteatro de los cerros. Al puerto arriban durante todo el siglo XIX los comerciantes ingleses de piernas largas y otros europeos que se instalan en la angosta faja plana y empujan cerros arriba a los habitantes de lo que había sido una pobre caleta de pescadores. Edwards Bello mira desde el Plan cómo «la ola europea, triunfadora, va repeliendo hasta las quebradas pobres a los residuos o sobrevivientes changos, mulatos y mestizos: hacia arriba va la ola medioderrotada comiendo pescado seco y cebolla».
Los precipicios vertiginosos de los cerros se comunican con el Plan mediante los mismos ascensores que cien años más tarde serían declarados patrimonio de la humanidad, y que, más que por ingenieros, parecen imaginados por humoristas. Subiendo y bajando por estos ascensores las gentes se suman y se superponen dando a la vida plenitud y ambiente. Benjamín Subercaseaux observa 20 que, a diferencia de las otras ciudades de Chile, donde el espacio se organiza para evitar el contacto entre los ricos y los pobres, aquí la vida popular y el lujo victoriano se entrecruzan a cada instante. La superposición puede ser muy macabra cuando la cuenta Edwards Bello: «Durante el terremoto de 1906, caían viejos ataúdes abiertos, de los fundadores de la ciudad encima de los manteles de los porteños nuevos».
Si los terremotos tienen importancia en la vida de Salvador Allende, que les tenía un pánico nada recomendable en un país agitado a diario por temblores de tierra, se debe sin duda a la reiteración de evocaciones familiares del espanto de 1906. A su esposa, Hortensa Busi, la conoció en Santiago en 1939 huyendo ambos de una réplica del seísmo que arrasó la ciudad de Chillán. Ella escapabade un cine, él de una reunión de masones.
Cuando nació Allende, Chile acababa de doblar el siglo y se encaminaba al primer centenario de la independencia (1910), en plena euforia económica y con una sólida estructura institucional. «La última de las colonias españolas, escribiría Alberto Edwards Vives, se había transformado en la República más próspera y ordenada del continente». O al menos así era el Chile contante y sonante: una democracia de terratenientes de orígenes coloniales y de mineros y comerciantes de emigración más reciente, que se repartían la riqueza y el poder bajo la mirada atenta del Foreign Office y de la Bolsa de Londres.
La guerra del Pacífico (1879-1883) ganada a Perú y Bolivia había tenido un triple efecto positivo para esta oligarquía. Por una parte, borraba para siempre el complejo de inferioridad de la remota provincia que durante la dominación española no había sido sino Capitanía General del opulento y brillante Virreinato peruano. El poblachón santiaguino se había impuesto a la aristocrática Lima.

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