Segundo Rosero nació en el pequeño pueblo de Pimampiro, en Ecuador, un país de cóndores y delfines. Es el resumen de sus mayores: músicos populares que cantaban en el tiempo en que los medios de comunicación no imponían los gustos.
Entendió que el bolero iba a durar más de los 100 años que tiene y bajó al Valle del Chota, donde los músicos negros hacen himnos populares de celebración de la Vida. Por eso impulsó la grabación de esos cantos que se pierden porque los Estados creen que la Cultura está en las momias de los museos: cada ocasión que muere un cantor de tradición oral es como si se extinguiera una biblioteca.
Desde niño fue invitado a esos rituales en la provincia de Imbabura, que tiene más de treinta lagunas y culturas musicales prodigiosas: violines de los indios en las fiestas de San Juan, tambores de reminiscencias africanas en Carpuela o las guitarras de los músicos mestizos en Ibarra. Esta es la tierra más generosa en músicos y por eso no fue casual que sus maestros nacieran en Cotacachi, donde en cada casa hay una guitarra.
Es de Ecuador, rico en culturas musicales, sistemas de pensamiento musical y géneros musicales, que -como dicen los entendidos- "se encuentra desde la más complicada polirritmia en la música de los habitantes negros de la provincia de Esmeraldas o la interesante fusión de música negroide e indígena presente en los grupos negros del Valle del Chota, hasta la más melancólica pentafonía del indígena de la Sierra o la elemental trifonía utilizada por los nativos de la Amazonía". Y, claro, esas fusiones de la cultura Mestiza que es cómo se perfila este milenio.
Carlos Rubira Infante junto a Segundo Rosero
viajó con los saberes de su tierra hasta la Costa: un deslumbrante mundo que le enseñó que era posible fundir las melodías hasta encontrar un puente donde estuvieran todos. Julio Jaramillo había encontrado ese puente entre la vieja tradición musical ecuatoriana -llena de poesía deslumbrante y melodías académicas- y los cantares que requería un país en permanente construcción.
Segundo Rosero, como muchos, tomó la posta y el día que moría Mr. Juramento el entonces joven Rosero -sin saberlo- grababa a pocas cuadras su primer disco, justamente con Rosalino Quintero, el eterno acompañante de JJ. Y no fue azar porque bien se sabe que en la intrincada historia de los pueblos siempre hay sucesores y esa designación sólo entregan los pueblos. Eso a Rosero no le quita el sueño porque entiende que la fama es engañosa y que trascender es lo difícil.
Segundo Rosero es parte de una sensibilidad que se llama rockola, designación que proviene de esos grandes aparatos de sonido que aún reproducen, con una moneda, los discos de acetato y que harían inmortal a Julio Jaramillo. Claro que la música de rockola ha sido desestimada por ciertos espacios académicos y de los medios oficiales que creen que la Cultura es sinónimo de un cuadro europeo del siglo XVIII.
Rosero ante la tumba de Julio Jaramillo, en Guayaquil
Pero eso de mirar a los pueblos de manera indolente está presente en un discurso de exclusión y de poder. No importa, siempre hay tiempo para reconocerse en esa Verdad que es como un abanico. En las radios populares y en los pueblos está presente esta voz que se amplifica en los escenarios, en las cantinas, en las casas de quienes no quieren negarse una identidad, que no quieren hablar desde una Máscara.
Segundo Rosero sabe que la tarea de un músico popular está en transmitir la sensibilidad de una época, esa que entrega como don a los músicos para que la difundan con respeto. Eso piensa cada ocasión que se encuentra con su gente y con las nuevas que vendrán para llorar y reír como si el tiempo no se acabara nunca, como si la memoria de esta América Mestiza, en el sentido cultural, hermanara a sus pueblos ante la celebración de la Música.